domingo, 19 de octubre de 2025

La Primera Línea - Front Line Chile

El primer día de las manifestaciones en Santiago llegué acompañado únicamente de mi cámara. Impresionado por todo lo que veía, intentaba registrar, aunque no era fácil en medio del gas lacrimógeno y el chorro del carro lanzaagua. La ausencia de protección para la cámara y para mí no permitían un registro verdadero, solo imágenes marginales. No quedaba más que confeccionar un set de protección, artesanal por supuesto, que contara al menos con antiparras para los ojos, mascarilla antigases, casco, envoltorio de plástico para la cámara, y una mochila para transportar más de un equipo fotográfico y los varios lentes que se requerían. También organicé mis horarios y compromisos en función de las manifestaciones: estar disponible, en el lugar y durante las horas que fuera necesario, todos los días, era fundamental. Así fue como las manifestaciones del estallido se convirtieron en el motivo central de mi vida por más de un año.

Ya equipado y en capacidad de ir documentando las manifestaciones un poco más tranquilo descubrí los distintos espacios y grupos que se habían ido formando. Fui conociendo personas y sus razones para estar ahí, e intentaba registrar no solo imágenes, también testimonios. Aun cuando no soy periodista sino fotógrafo y economista, consideré que era el tiempo de participar en las manifestaciones. Agotado tras cada jornada, y más de una vez con algún magullón en el cuerpo, regresaba a casa cada noche a pensar en lo vivido y revisar lo registrado.

Los videos, las fotografías, los testimonios mostraban una realidad intensa, compleja, difícil, desafiante; al punto de exigirme una definición: ¿puedo seguir registrándolo todo?, ¿en qué voy a poner el foco de mi cámara? Repasé una y otra vez todo el material que tenía, y en él –en las cientos de imágenes capturadas– apareció lo que era evidente: para que esos miles de personas pudieran manifestarse, se había constituido un grupo que protegía el espacio de la acción, jóvenes de la Primera Línea que contenían a las fuerzas de Carabineros para impedirles llegar hasta donde estaba la mayoría y evitar con ello una rápida dispersión.

Pero registrar la Primera Línea significaba ganarse la confianza de esos jóvenes. También significaba compartir con ellos, al menos en parte, el riesgo que asumían. No había opción, era la oportunidad de documentar y mostrar un esfuerzo de proporciones, pues “la contienda era desigual”. Y la historia no puede permitir que esa valiosa y audaz tarea pase inadvertida; este libro es fiel testimonio de aquello.

Qué pasó en Chile en octubre de 2019

El viernes 18 de octubre de 2019, durante el gobierno formado por la coalición de partidos de derecha Chile Vamos y encabezado por Sebastián Piñera, un empresario que hizo su fortuna con la especulación financiera, comenzó en Chile una insurrección popular a nivel nacional.

Fue antecedida por protestas de estudiantes de enseñanza secundaria debido al aumento de 30 pesos (5 centavos de euro) en el pasaje del transporte subterráneo (Metro de Santiago).

Ese año, las y los escolares de algunos colegios públicos emblemáticos de la capital llevaban varios meses de conflicto con las autoridades, en la lucha por que se mejorara la infraestructura de sus escuelas. En el Instituto Nacional, uno de los liceos más antiguos del país, los estudiantes protestaban por “plagas de ratas, baños bloqueados con filtraciones de aguas residuales, duchas frías, ventanas rotas, techos con goteras y acoso por parte de los profesores” (BBC, 2.08.2019).

El alcalde de la comuna de Santiago Centro, Felipe Alessandri, donde se encuentra el Instituto Nacional, respondió enviando a Fuerzas Especiales de Carabineros. Los policías que hacían controles a la entrada del establecimiento, se subían a los techos y orinaban desde allí o entraban a las salas de clases para detener a algunos alumnos (El Desconcierto, 22.08.2019). Eran problemas que se arrastraban sin solución desde hacía años. El conflicto solo sólo escaló hasta reventar con el alza del pasaje.

La subida del precio, que en rigor únicamente afectaba a los adultos (los estudiantes tienen una tarifa menor diferenciada), fue la gota que rebalsó el vaso. Varias escuelas iniciaron una nueva protesta, que consistió en saltar sistemáticamente los torniquetes del metro e invitar a los usuarios a hacer lo mismo. Gritaban que querían “evadir como Piñera”, el presidente millonario que, según se supo ese año, había pasado varias décadas sin pagar impuestos por una lujosa propiedad en el sur del país (CNN, 1.05.2019).

A la crisis de octubre, el gobierno, al estilo del edil Alessandri, respondió militarizando las estaciones con Fuerzas Especiales de Carabineros y realizó arrestos masivos al interior y en las inmediaciones del tren subterráneo. La policía disparó gas lacrimógeno dentro de las estaciones ante el horror y creciente indignación de la opinión pública, que se enteraba de estos hechos no solo por la televisión, sino también por las redes sociales (Publimetro, 16.10.2019).

El 18 de octubre, el conflicto se agudizó con enfrentamientos cada vez más masivos en las estaciones de metro, disparos en la Estación Central y en la comuna de San Miguel. Por la tarde empezó la paralización del servicio y la quema de varias estaciones, cuya autoría es objeto de debate hasta hoy. Aquel viernes, ante el cierre del metro, cientos de miles de personas se vieron obligadas a regresar a pie a sus casas, y las calles se llenaron de peatones. Muchos de los pasajeros varados se unieron a las protestas, esta vez con sus propias demandas.

A partir de ese viernes de primavera y durante varias semanas, se efectuaron manifestaciones en todo el país con el lema “Chile despertó”, que fueron configurando una verdadera revolución que cambiaría el curso de la historia de nuestra nación.

Las causas de la Revolución de Octubre

La ira popular estalló en un país publicitado como modelo en el mundo por haber logrado reducir la pobreza de 50 a 10 por ciento entre 1990 y 2020, un país ordenado y previsible. Días antes de lo que la prensa bautizaría como “el Estallido”, el propio Piñera se refirió a Chile como un “oasis” en una América Latina convulsionada (radio Cooperativa, 9.10.2019). En ese momento, el mandatario esperaba consolidarse como líder internacional con la realización en Santiago de las cumbres APEC y COP25, que finalmente debieron ser canceladas junto con la final de la Copa Libertadores de América.

Un país cuya torta efectivamente había crecido, pero seguía siendo distribuida de manera desigual. Donde el ascenso social existía, pero con dificultades para ingresar a una élite económica dominada por una minoría de familias vinculadas entre sí gracias a que formaban parte de los mismos exclusivos colegios y universidades. No por nada, el académico estadounidense David Rothkopf había señalado que Chile “is not a country, but a country club” (“Chile no es un país, sino un club de campo”, haciendo un juego de palabras con la doble acepción del término ‘country’ en inglés) (“Superclass, the global power elite and the world they are making”, Editorial Farrar, Straus y Giroux, 2008).

Al hablar de “oasis”, Piñera no solo revelaba su desconexión de la realidad que vivía la mayoría del país, sino además olvidaba problemas que se arrastraban sin solución desde hacía décadas en educación, salud y pensiones, en una nación con un ingreso promedio mensual de 500 euros en 2019, “donde un 72,4 por ciento del total de los ocupados percibió ingresos iguales o menores al ingreso medio nacional” (Instituto Nacional de Estadísticas, 26.10.2020).

Las quejas de la población incluían la carestía en la educación secundaria y superior: en 2018, una carrera de Ingeniería costaba en la Universidad de Chile, la principal universidad públicas del país, alrededor de seis mil euros anuales (Emol, 24 de enero 2018). Para estudiar solo cabía endeudarse: en 2021, la deuda estudiantil alcanzaba los doce mil millones de dólares (Pauta, 4.05.2021).

A eso se suman jubilaciones miserables: el 80 por ciento recibe pensiones inferiores al sueldo mínimo (que en 2021 llegaba a 385 euros brutos, unos 312 euros líquidos) (El Mostrador, 0.06.2021). Un sistema previsional de ahorro forzoso, privatizado en dictadura y consolidado en democracia, cuyos aportes además financiaban generosamente a los bancos y grandes grupos económicos: los grupos económicos de Luksic, Said, Saieh, Yarur, Matte y Solari acumulan 75 por ciento de los fondos invertidos en territorio nacional, con una cifra superior a los treinta mil millones de dólares (El Desconcierto, 27.04.2020).

Otro tema presente era la desigualdad en el acceso a la salud, con un sistema privado para el 20 por ciento de la población y público para el resto. Los chilenos temen enfermarse de males como el cáncer –como en el caso de un joven periodista fallecido en enero de 2020, a quien le habían dado hora con un oncólogo recién para noviembre de ese año– o simplemente morir sin atención médica, como le ocurrió a Luis Salgado en el hospital San José en 2011, quien esperó inútilmente tres horas por un médico.

También había un endeudamiento desbocado en las familias: la deuda de los hogares chilenos marcó ese año un nuevo récord, llegando a 75 por ciento del ingreso, porcentaje calculado el tercer trimestre de 2019, mientras la deuda pública bruta alcanzaba 32 por ciento del PIB el mismo año (CNN, 7.01.2020). Durante décadas, los chilenos debían endeudarse por los servicios que el Estado, que así ahorraba, no les proveía.

Un país donde el 1 por ciento más rico concentra el 33 por ciento de los ingresos, el triple de los países nórdicos (Fundación Sol, 22.10.2019), donde la dieta de los parlamentarios es la más alta de los países OCDE y equivale a 38 sueldos mínimos (La Tercera, 13.05.2020).

A eso se sumaba un descontento general contra la corrupción en el sector político, las Iglesias y las Fuerzas Armadas y de Orden. Algunos ejemplos: hasta 2021 múltiples casos de financiamiento ilegal en la política que terminaron sin condenas (salvo para el exsenador derechista Jaime Orpis), en los que las empresas literalmente dictaban a los legisladores las nuevas leyes. En tanto, un cabo del Ejército, Juan Cruz, se gastó en cuatro años un millón de euros en máquinas tragamonedas, gracias a gastos sin control en una entidad cuyos máximos jefes terminaron investigados en el caso judicial conocido como “Milicogate”. En Carabineros, un desfalco de varios años alcanza los cuarenta millones de euros, como informó el periodista Mauricio Weibel en sus libros Traición a la Patria (2016) y Ni orden ni Patria (2018).

Las Iglesias no lo hacían mucho mejor. El obispo evangélico Eduardo Durán mantenía ciento cincuenta mil euros en su cuenta corriente, y señalaba que no requería más de seis mil euros mensuales para vivir. Manejaba un Mercedes Benz, por la “dignidad” del cargo, según declaraba (CNN, 17.04.2019), mientras la Iglesia católica, al igual que en el resto del mundo, arrastraba varios años de escándalo por abusos sexuales a niños y jóvenes, incluso en círculos de la élite, como relata el libro Vergüenza de Carolina del Río (Universidad Alberto Hurtado, 2020).

Otro factor clave fue la lucha feminista en desarrollo por la paridad de género y el derecho al aborto, en el marco de femicidios materializados y fallidos –a una mujer, Nabilla Rifo, su pareja le arrancó los ojos en 2016– y escándalos por abusos sexuales en universidades y otras instituciones: solo en 2018 se investigaron 132 casos en 16 universidades (La Tercera, 23.07.2018).

También el tratamiento represivo que, desde la época de la Colonia, recibían por parte del Estado los mapuche, el pueblo originario más numeroso del país y una cultura milenaria, con una historia de expoliación que narra el periodista Pedro Cayuqueo en varios de sus libros como Historia secreta mapuche (2017). Y que hoy se ven hundidos en la pobreza en una zona donde la industria maderera de los grandes grupos económicos funge como motor de las exportaciones privadas.

Allí, en un caso emblemático, el 2018 un carabinero del Grupo de Operaciones Policiales Especiales (GOPE) asesinó por la espalda al joven Camilo Catrillanca. A todo ello debe sumarse la lucha ambiental, uno de cuyos emblemas es la activista Macarena Valdés, quien se oponía a la construcción de una hidroeléctrica, y que apareció misteriosamente muerta en 2016, un hecho aún sin aclarar.

Otro factor fue la lucha de las minorías sexuales, entre otras, por el matrimonio igualitario y la ley de identidad de género. En 2017, el psicólogo social estadounidense Ilan H. Meyer, mundialmente conocido por desarrollar un modelo que aborda los factores que afectan la salud de la población LGBT, sostuvo que Chile tenía una gran deuda con dicho grupo (Universidad de Santiago, 16.08.2017).

En la historia nacional se han producido protestas en distintos lugares y épocas –la movilización de mineros en Iquique en 1907 o la lucha de pobladores sin casa en Puerto Montt en 1969 (que terminaron en matanzas en ambos casos), por nombrar algunas– pero nunca, en doscientos años de historia, estas habían sido de tal espontánea iniciativa a nivel nacional y con la movilización de millones de personas.

La Revolución de Octubre además ocurrió en el marco de un sistema político, económico y cultural neoliberal impuesto tras el golpe de Estado del general Augusto Pinochet (1973-1990), continuado y perfeccionado a partir de 1990 por los gobiernos democráticos de centroizquierda y centroderecha siguientes, que dejaron los problemas ya mencionados sin resolver: desde 2006 hasta el 2018 se alternaron en el poder la médica socialista Michelle Bachelet y el empresario Sebastián Piñera. No era casualidad, entonces, que una de las consignas más utilizadas de las protestas fuera “No son 30 pesos, son 30 años”.

Aunque también podría haber sido “no son 30 pesos, son 200 años” o “no son 30 pesos, son 500 años”.

Eso explica el descabezamiento de múltiples estatuas que honraban a Cristóbal Colón en Arica, Francisco de Aguirre en La Serena, Diego de Almagro en Santiago, Pedro de Valdivia en Concepción, Arturo Prat en Temuco o José Menéndez en Punta Arenas (El Dínamo, 26.11.2019), varios de ellos militares de la colonización española y genocidas de pueblos originarios.

En la plaza de la Dignidad fue reiteradamente atacada la efigie del general Manuel Baquedano, líder militar de la Guerra del Pacífico, enviado al sur de Chile para combatir a los mapuche. Finalmente la estatua debió ser retirada. En cambio, el monumento al líder guerrillero de la independencia Manuel Rodríguez, ubicado en las inmediaciones de la plaza, permaneció incólume.

En las semanas posteriores al viernes 18 de octubre también hubo saqueos a supermercados, farmacias y cadenas de tiendas, en medio de una fuerza pública claramente superada. No fue casual: estos asaltos ocurrieron tras años de colusiones, intereses usureros y otros abusos a los consumidores por parte de empresas. Como en el caso de las farmacias (2008), la cadena minorista La Polar (2011) y los supermercados (2016), cuyos responsables siempre salieron indemnes, más allá de alguna multa irrisoria a pagar. Este hecho injusto explica por qué en muchos de los ataques, los productos –como televisores y artefactos– fueran simplemente arrojados a la vía pública y quemados.

La represión del gobierno

El mismo día que comenzó la rebelión, el gobierno de Piñera decretó el estado de emergencia y toque de queda, y sacó a los militares a la calle para poner fin a las movilizaciones tras declarar públicamente que se trataba de “una guerra” contra un enemigo interno, en un lenguaje que recordaba a las dictaduras latinoamericanas y la Doctrina de Seguridad Nacional.

A piedras lanzadas a 25 kilómetros por hora, el Estado, a través de las policías, respondió con proyectiles a 400 km por hora. Se suponían de goma, pero contenían una mezcla importante de distintos metales (radio Universidad de Chile, 18.11.2019). Solo en las primeras dos semanas de protestas, Carabineros disparó 1,2 millones de perdigones (Ciper, 18.08.2020).

Un reporte de la Fiscalía de enero de 2020 registra 31 muertes a partir del 18 de octubre de 2019 (El Mostrador, 31.01.2020). Por la represión estatal, muchas personas murieron a manos de agentes del Estado, otras y otros sufrieron detenciones, secuestros, abusos, violaciones y torturas.

El mismo 22 de octubre, a cuatro días de iniciada la crisis, el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) presentó querellas por el fallecimiento de cinco personas por la presunta acción de militares y de carabineros. El INDH además registró 226 personas heridas, de las cuales 123 presentaban lesiones por armas de fuego; y 1692 personas detenidas.

Asimismo, en cuanto a otros delitos cometidos por agentes del Estado, el informe detallaba que 4158 denuncias se relacionaban con el delito de apremios ilegítimos; 1038 correspondían a abusos contra particulares y 134 a casos de torturas.

Un año después, el INDH reveló que más de tres mil chilenos sufrieron violaciones a los derechos humanos durante la crisis, según un informe de octubre de 2020.

Específicamente, a un año de la Revolución de Octubre, el INDH había presentado 2520 querellas por violaciones a los derechos humanos en todo Chile, que consideran a 3203 víctimas de vulneraciones, por hechos ocurridos entre el 18 de octubre de 2019 y el 18 de marzo de 2020.

Adicionalmente, informó de 460 personas con lesiones oculares de diferente gravedad.

Las querellas presentadas por el INDH se dirigieron principalmente contra funcionarios de Carabineros, con 2340 casos; luego sigue el Ejército con 97 y la Policía de Investigaciones (PDI) con 34.

Los hechos relatados por las víctimas incluyen en su mayoría, según el INDH, golpizas (1615), disparos (1334) y desnudamientos (302), pero también otros hechos graves como amenazas de muerte (135), tocaciones (91), amenazas de violación sexual (32) yviolación sexual (7).

Las violaciones a los derechos humanos también afectaron a la prensa, especialmente a los medios independientes. Según el Observatorio del Derecho a la Comunicación (ODC), “entre octubre de 2019 y marzo de 2021 se registran 294 ataques físicos a la prensa por parte de las fuerzas de orden público, principalmente Carabineros, incluyendo tres casos de trauma ocular, lesiones por armas disuasivas, así como numerosas detenciones. Durante 2020 se registraron 75 detenciones, la cifra más elevada desde la dictadura” (CIPER, 3.05.2021).

En este contexto se multiplicó en los muros la consigna ACAB (“all cops are bastards”, “todos los policías son bastardos”), que habría surgido en Inglaterra en la primera mitad del siglo XX en referencia a labrutalidad policíaca.

Finalmente, la clase política acordó el 15 de noviembre de 2019 convocar a un plebiscito en que se resolviera sobre la opción nueva Constitución y Convención Constitucional –aunque la ciudadanía pedía Asamblea Constituyente– que fuera la encargada de redactar una nueva Constitución en reemplazo de aquella impuesta en 1980 por Pinochet, camisa de fuerza del modelo neoliberal. Tal acto cívico quedó fijado para el 25 de octubre de 2020, oportunidad en que un 80 por ciento de los votantes aprobó la redacción de una nueva carta fundamental. Más tarde, el 15 y 16 de mayo de 2021, la ciudadanía aprobó una Convención Constituyente, organismo que redactará la nueva Carta Magna (ver cronología).

Nunca olvidemos que este triunfo es el triunfo de nuestros muertos, desaparecidos, mutilados, que desde la feroz noche han marchado con nosotros.

Siente entonces sus manos tomando la tuya y diles gracias, gracias, gracias, que por ustedes la vida fue más grande que la muerte.

Raúl Zurita


¿Qué es la Primera Línea?

En Santiago, las protestas de la rebelión popular se concentraron desde el comienzo en varios puntos de la capital, como la entonces llamada plaza Italia, hoy plaza de la Dignidad, la plaza de Maipú, la plaza de Puente Alto, la plaza Ñuñoa, la rotonda Grecia, el paradero 14 de Vicuña Mackenna y el paradero 25 de la Gran Avenida, entre otros.

La plaza de la Dignidad es un punto neurálgico de la ciudad. Allí históricamente los chilenos y chilenas se concentran para celebrar los triunfos deportivos o iniciar las manifestaciones por la Alameda.

Además, simbólicamente es la frontera entre el “barrio alto”, más acomodado, y el resto de la ciudad.

Un lugar que divide Chile en dos.

Y fue allí donde surgió el objeto de este libro, la Primera Línea, un grupo de autodefensa que también se replicó en el resto de las ciudades del país.

Las manifestaciones multitudinarias, como la marcha del millón de personas del 25 de octubre de 2019 en Santiago, requerían una línea de defensa frente a los ataques reiterados e indiscriminados por parte de Carabineros de Chile, la policía militarizada, que no distinguía entre aquellos que se manifestaban pacíficamente y los que respondían con la fuerza a la violencia del Estado.

En ese momento, la policía tenía, especialmente en la Araucanía, un historial de ataques, arrestos y montajes judiciales a hombres, mujeres, niños y ancianos por igual, como demostraba la “Operación Huracán” (2018).

La acción desproporcionada y falta de profesionalismo de Carabineros quedó de manifiesto a diario, especialmente en algunos casos dramáticos. En uno de ellos, el 26 de noviembre de 2019, una trabajadora de la fábrica de pastas Carozzi, Fabiola Campillay, perdió ambos ojos cuando, camino al trabajo y en medio de protestas en su barrio, un grupo de carabineros, que luego huyó del lugar, le disparó una lacrimógena en pleno rostro dejándola ciega.

La plaza de la Dignidad se llenó de muertos y heridos desde el primer día. Fallecieron en protestas el técnico en laboratorio Abel Acuña, de Maipú (15 de noviembre de 2019), el maestro yesero Mauricio Fredes, de La PIntana (27 de diciembre de 2019) y el obrero Cristian Valdebenito, “El Conejo”, de Puente Alto (7 de marzo de 2020).

También perdió sus ojos por balas disparadas por carabineros el joven Gustavo Gatica, estudiante de Sicología de la Academia de Humanismo Cristiano (8 de noviembre de 2019).

En otro caso, un carabinero lanzó al adyacente río Mapocho a un joven de 16 años de la comuna de Puente Alto, hincha del equipo de fútbol Universidad de Chile (2 de octubre de 2020), quien fue rescatado de la muerte por un hincha de un equipo rival (Colo Colo), ante la inacción policial, que tras la caída no solo no auxilió a la víctima, sino que se retiró del lugar. Este caso recordó uno de los dramas de los primeros días del golpe de Estado de 1973, cuando las fuerzas de seguridad lanzaban al mismo río los cuerpos sin vida de víctimas de la represión.

Otro caso fue el del joven Óscar Pérez, atropellado por dos vehículos policiales coordinados (20 de diciembre de 2019). Quedó en estado grave y con fracturas en su cadera. “¿De qué sirven las charlas sobre derechos humanos que se dan los Carabineros si en la calle siguen actuando con brutalidad extrema?”, se preguntó José Miguel Vivanco, director de Human Rights Watch para América del Sur (La Tercera, 21-12-2019).

En este marco, desde los propios manifestantes, surge el grupo de jóvenes que se posicionan como Primera Línea para contener el constante ataque de la policía, buscando proteger el espacio de expresión y participación de las demás personas durante las protestas.

La Primera Línea hunde sus raíces en “los capuchas”, aquellos estudiantes que enfrentaban a la policía en la movilización del “Mochilazo” (2001), la pingüina (2006), el movimiento estudiantil (2011), las luchas universitarias de los años noventa e incluso durante la dictadura.

“El 18 de octubre empezó todo, pero la lucha viene de antes, de la revolución pingüina”, dice uno de ellos (plaza de la Dignidad, 13 de diciembre de 2019, “El despertar de amor”, Canal Primera Línea Chile, Youtube).

Los “capuchas” aportaron la “actitud guerrera” y conocimientos en lo que es la lucha urbana. Por ejemplo, cómo vestirse para no ser identificados, usar una honda o preparar una molotov.

Sin embargo, la Primera Línea alcanza un grado de masividad y sofisticación que nunca tuvieron las y los “capuchas”. Además defienden y logran copar un territorio específico, la plaza de la Dignidad y los alrededores, causando en ocasiones el retiro de la fuerza policial incluso (15 de enero de 2021).

Este estilo se reproduce en las manifestaciones de todo el país. Es una organización espontánea, que funciona de día y de noche. En las primeras jornadas sus acciones las llevan a cabo a diario, y luego estas se van concentrando en los días viernes.

Al principio, las y los combatientes van prácticamente desarmados”. Sin embargo, la brutalidad de Carabineros, en contra del propio protocolo policial –especialmente los disparos y lanzamientos de bombas lacrimógenas directo al cuerpo, que causaron miles de heridos–, los obliga a dotarse crecientemente de elementos de protección: escudos de una gran variedad de materiales (antenas parabólicas, tapas y cortes de tambores, madera, plásticos duros, cobertura de calefón, señalética y otros), mascarillas antigases, antiparras, cascos, hombreras, rodilleras y canilleras. Algunas y algunos integrantes se los procuran ellas y ellos mismos en la medida de sus posibilidades; en otras ocasiones, hubo quienes repartieron antiparras para la protección de los ojos en el entorno de la plaza de la Dignidad.

En Santiago es allí donde el grupo se reúne, pero también hay seccionales en regiones.

En Iquique se agrupan en la esquina de las calles Héroes de la Concepción con Las Rosas; en Antofagasta, en la zona de Cachimba del Agua. También luchan en Copiapó, en La Serena (Panamericana con avenida Francisco de Aguirre) y Coquimbo (Panamericana con Hospital), Valparaíso (calle Condell, entre plaza de la Victoria y plaza Aníbal Pinto), Talca, Concepción (calle Paicarrera), Valdivia (Plaza de la República), Temuco, Osorno, Puerto Montt y Punta Arenas.

La práctica de autodefensa los hizo dotarse progresivamente de escudos de mejor manufactura y antiparras para protegerse de los perdigones, así como de mascarillas para resistir el gas lacrimógeno. Asimismo, se organizaron en diversos roles, aunque sin liderazgos claros ni comunicación fluida entre ellos.

Su acción tenía, además, un enorme valor simbólico: en un país de autodenominada tradición legalista y enorme poder de la violencia estatal (un ejemplo fue el bombardeo militar del Palacio de La Moneda, con el presidente Salvador Allende en su interior, el 11 de septiembre de 1973), estos jóvenes desafiaban la hegemonía del Estado en lugares centrales de las ciudades, donde a veces este no podía imponerse e incluso en ciertos momentos se retiraba.

Junto a la Primera Línea en la plaza funcionaba una brigada de salud y grupos que les proporcionaban alimento. También varios refugios para los heridos, como el Centro de Arte Alameda, incendiado por el lanzamiento de bombas lacrimógenas a su techumbre el 27 de diciembre de 2019, quemado al igual que el Museo Violeta Parra, el 7 de febrero de 2020.

La Primera Línea armó barricadas para impedir el paso de los vehículos blindados de la policía, enfrentó con cascos, escudos y piedras los balines, lacrimógenas, el agua con químicos del carro lanzaaguas y las lumas de los policías, e hizo uso de bidones con agua para neutralizar las bombas lacrimógenas. “La gran mayoría está aquí peleando por más dignidad social”, señaló uno de ellos a la antropóloga Magdalena Claude (Ciper, 6.01.2020).

En sus enfrentamientos con la policía, la Primera Línea ha establecido diversos roles en los que las personas buscan aportar desde sus propias capacidades y posibilidades.

Al frente y en calidad de vanguardia está la dupla constituida por los/as escuderos/as, que son quienes protegen a lanzadores/as, que se diferencian entre peñasqueros/as, mecheros/as (quienes lanzan bombas molotov) u honderos/as. Tras ellos, mineros/as o pirquineros/as, los que reúnen piedras para los/ las lanzadores.

Luego vienen los antigases o “apaga lacris”, que se hacen cargo de asfixiar las bombas lacrimógenas metiéndolas en bidones con agua para minimizar los efectos de los gases. A continuación, los hidratadores/ as, quienes ayudan a superar el efecto de los gases rociando agua con laurel alrededor de la boca y ojos de las personas para que recuperen la visión que les impide o dificulta moverse y respirar, y agua con acetona, que abre las vías respiratorias.

Junto a ellos se encuentran también los/las voluntarios/as rescatistas que ayudan a estabilizar y trasladar a los heridos a los puestos de atención de emergencia y ambulancia, como la Brigada Dignidad (ver glosario). Más atrás se ubican quienes alimentan a la Primera Línea, en su mayoría mujeres que de su propios recursos ofrecen comida y agua.

Están también los/as músicos/as, que acompañan y ayudan a motivar a quienes participan de la Primera Línea y se mueven constantemente desde la retaguardia al frente, pues muchas veces el instrumento no les permite utilizar una mascarilla que minimice el efecto de los gases, obligándoles a ir y venir.

Finalmente, ya caída la noche, aparecen los punteros/as; que con sus láseres neutralizan el actuar de los drones y de las fuerzas especiales de Carabineros. Todas y todos ellos normalmente son acompañados por representantes de medios independientes que hacen un registro de las protestas y documentan los abusos policiales, y que también sufren los golpes y gases de la policía. Brindan su información principalmente a través de las redes sociales, e incluso a veces su trabajo ha sido usado por los medios tradicionales, con y sin autorización. El establishment mediático no tiene lugar en la plaza, ya que se dedica a criminalizar al movimiento social.

También concurren observadores de derechos humanos, como el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH, vestidos de amarillo) y la Comisión Chilena de Derechos Humanos (azul).

La Primera Línea protegió a las millones de personas que se manifestaron pacíficamente el 25 de octubre de 2019 o que simplemente se reunieron para celebrar el Año Nuevo, como ocurrió el 31 de diciembre de 2019. Varios miembros de la Primera Línea recibieron un homenaje en el ex Congreso Nacional (28 de enero de 2020), lugar al cual concurrieron para leer una carta pública. Asimismo, en la misma plaza de la Dignidad fueron visitados por el exjuez español Baltasar Garzón (25 de enero de 2020) o recibieron a la cantante Mon Laferte, cuando se sumó a la manifestación el 21 de diciembre de 2019.

La Primera Línea está compuesta por hombres y mujeres, estudiantes de secundaria y universitaria, pero también por niños, niñas y trabajadores. Son de Santiago y de regiones. Hay hijos e hijas de uniformados, mapuches, niños y niñas del servicio de protección de la infancia, SENAME, e hinchas de los diferentes equipos de fútbol del país. Su estética recuerda el animé, los superhéroes y la cultura mapuche, entre otros.

Para muchas y muchos de ellos, la Primera Línea se ha transformado prácticamente en una familia, cuya razón de ser es una lucha, un volcán que entró en erupción transformándose en una revolución.

Allí donde un graffitti rezaba: “somos el río que retoma su cauce”, no muy lejos de un esténcil que encerraba las cifras “1973-2019”.

Durante más de un año, el documentalista y fotógrafo Marco Sepúlveda se dedicó a registrar su lucha, con fotos y videos. También creó un canal de Youtube, Primera Línea Chile, que cuenta con más de diez mil suscriptores y más de un millón de visitas. En él se pueden ver las entrevistas a sus miembros, en las que estos expresan sus deseos y esperanzas.

Debemos siempre recordar y tener presente que este grupo de personas arriesgó su vida “con todo, sino pa’ qué”, en pos de la defensa de las y los manifestantes que llegaron durante meses a demostrar su firme propósito de lograr cambios anhelados por décadas.

Este libro recoge a las y los personajes de la Primera Línea y también su lucha por un Chile mejor. 

Fotografía: Marco Antonio Sepúlveda Gallardo 

Texto: Marco Fajardo Caballero 

Traducción: Olivia Hidalgo Hahn